sábado, 25 de julio de 2015
Relato premiado en IX CONCURSO DE CUENTOS INTERCULTURALES "Cuéntanos tu confianza"
Este concurso ha sido organizado por el área de bienestar social, igualdad y familia de la Excma. Diputación Provincial de Almería.
ALCANZAR UNA ESTRELLA
Mis pensamientos
y mi memoria se pierden en el olvido del tiempo, ¿era realidad o sueño lo que
mi mente me mostraba? Aún hoy no lo vislumbro. Mi cerebro sigue confundido,
sólo la incesante frase que mi madre me repetía permanece clara y nítida cuan lente de telescopio que llega a alcanzar las
estrellas.
Buscando mi primer
recuerdo ¿qué edad podría tener yo? ¿3 años? Quizá menos. Mi amorosa madre, una
mujer llena de secretos y misterios a los cuales yo casi llegué a odiar. Jugábamos
mucho, sí, eso sí lo recuerdo bien, pero sus juegos siempre eran a escondidas
sin que nadie los viera ni compartiera, las dos solas y con la promesa de que
era nuestro secreto, que no podíamos decírselo a nadie, ni a la abuela, ni a
papá, ni a las primas con las que jugaba a otros inocentes juegos y con las que
incluso compartía habitación. A menudo me preguntaba si ellas también jugarían
con sus madres a esos juegos que nosotras teníamos en secreto.
Los juegos con
mi madre no duraban mucho y siempre tenían lugar cuando la familia estaba
ausente y no podía vernos.
Jugábamos al
escondite, mi madre me escondía en algún lugar siempre pequeño y oscuro y cuando de
mi boca salía algún reproche
ella siempre me besaba y decía -“confía en mí”- esas palabras
tan dulces y esos besos lograban que por un momento la situación pareciera una
aventura.
En esos momentos
del juego lo que menos me gustaba era que tenía que permanecer en un absoluto y
sepulcral silencio. Era tan difícil mantener las palabras, en esos momentos
hechas súplicas y quejas, encarceladas en mi garganta.
Su frase
golpeaba mi diminuto cerebro -“confía en mí”-.
En otras
ocasiones cuando tenía sed o hambre y le pedía un vaso de agua o algo para
saciar un poco mi apetito, a ella se le ocurría otro magistral juego,
permanecer un buen rato aguantando la sed, yo tenía que agarrar por la rienda
el galope de mi estómago que protestaba embravecido, “¡qué juegos tan absurdos!”,
pensaba yo “y no se lo puedo decir a nadie”, por supuesto que yo protestaba y
mi madre repetía su frase solemne -“confía en mí”-… y yo confiaba a
regañadientes, sobre todo cuando me despertaba a media noche y me pedía que no
hiciera ruido y jugábamos a que nadie nos oía ni nos descubría. Permanecíamos
un rato escondidas a cielo abierto mirando las estrellas, mi madre me solía
decir, un día tú encontraras tu estrella y por supuesto terminaba
diciendo…-”confía en mí”-. Y después, otra vez en silencio nos escabullíamos
sigilosas, reptando como serpientes, dentro de la cama.
Creo que tendría
unos siete años cuando incorporó un nuevo repertorio de juegos a nuestro
secreto y oculto universo.
Un día trajo un
papel con unas frases escritas en una lengua que yo no conocía, era curioso
porque mi madre no sabía leer, de hecho ninguna mujer de la familia sabía. Ella
repetía las palabras y me las hacía repetir a mí, cada cierto tiempo traía unas
frases nuevas que aprendíamos de memoria sin olvidar las anteriores. Ella se
esforzaba en que yo dibujara en la arena esos símbolos y luego los borrábamos.
Al principio no me gustaba mucho ese juego, pero con el tiempo le empecé a
coger el tranquillo y ya dibujaba símbolos sin mirar al papel. Mi problema con
ese juego era…, el de siempre, que no se lo podía mostrar a nadie, para mi era
tonto aprender algo que no servía para nada.
Había un juego
que llegué a aborrecer con tal fuerza que casi estuve a punto de descubrir a mi
madre y contárselo a todos para que así terminase con sus ridículos juegos, fue
cuando un caluroso día mi madre me iba a llevar al río a orar. En vez de ir al
río me llevó a un montículo desde donde se divisaba una lujosa vivienda y una
piscina allí había una mujer nadando de un lado a otro con unos movimientos
rítmicos y continuados, como una danza dentro del agua, decía mi madre, y
pretendía que yo imitara esos movimientos en el río pero en un recodo donde
nadie nos viera. Un río sucio y frío, eso era demasiado para mí, continuamente
tragaba esas fétidas aguas, ella intentaba ayudarme y repetía y
repetía…-”confía en mí”-.
También ella
intentaba aprender a nadar y su empeño era mayor que el mío, pero sus resultados
dejaban mucho que desear.
Sus movimientos
eran tan torpes que en ocasiones nos provocaba tal ataque de risa que nos
hundíamos irremediablemente, pero esos momentos de risas fueron nuestra
salvación y lograron que mi rabia se transformara en ganas de ver a mi madre
luchar con el agua. Su habilidad era tan parca que sin querer nos unió en lazos
de complicidad de apoyo y las dos repetíamos al unísono y envueltas en
compulsivas risas la famosa frase de mi madre… -“confía en mí”- -“confía en mí”-, como si se tratase del
estribillo de una canción.
Esos misteriosos
juegos, un día por poco le cuestan un disgusto a mi madre, una noche de esas en
las que sin que nadie se enterase salíamos al raso y permanecíamos allí ocultas mirando las estrellas, mi prima se
despertó y descubrió que yo no estaba en la cama, asustada se lo contó al resto
de la familia. Mi madre rápidamente hilvanó una disculpa pero fue recriminada
por toda la familia.
Después de ese
día todos nos miraban con recelo y vigilaban muy de cerca nuestros pasos. Yo ya
era para entonces lo suficientemente mayor y aún así no entendía por qué mi
madre no decía la verdad y lo confesaba todo. Cuando insté a mi madre para que
lo contáramos, mi madre muy nerviosa me abrazó con toda la ternura de su corazón
y me susurró, -¡no!, mi vida “- -“confía en mí”. Empecé a notar el temblor de
su cuerpo junto al mío y prometí en lo más intrínseco de mi ser que su secreto
quedaría para siempre oculto en mi alma.
A partir de ese
día mi madre ya no era la misma.
Un día en que
las dos nos dirigíamos a rezar al río, mi madre llevaba un pequeño atillo y a
mitad del camino mi progenitora sin previo aviso cambió súbitamente de
dirección, yo no entendía lo que ocurría,
-¿a dónde vamos?- -¿por
qué corremos?- la increpé,
“-confía en
mí”-, fue todo lo que recibí por respuesta, tenía tan tatuada en mi mente esa
frase que la seguí sin rechistar.
Nos fuimos
ocultando por cada rincón intentando que nadie se fijara en nosotras. En
ocasiones mi madre me empujaba contra una pared y se ponía de espaldas
ocultándome por completo a la vista de algún transeúnte.
Tras varias
noches durmiendo al raso, teniendo las estrellas como único techo, llegamos al
puerto allí había un grupo de personas intentando acceder a una diminuta
embarcación. Mi madre subió a ella y me extendió la mano para que yo subiera
también, yo vacilé –no-, dije tajantemente, -¿qué estás haciendo?-, esa frase
que tan grabada estaba en mi cerebro me golpeo de nuevo incluso antes de que mi
madre la pronunciara, pero yo me resistía, miré hacia atrás el resto de las
personas que esperaban para subir a la lancha me instigaron. Clavé mis ojos en
los de mi madre sin poder apartar mi mirada de ellos, agarré su mano y aterrada
salté a la frágil embarcación. Mi corazón galopaba dentro de mi pecho. Al
abrazarme a mi madre noté también el
suyo queriéndose salir de su cuerpo.
La noche llegó,
unos hombres hablaban en susurros, eran los jefes de esa expedición de almas
perdidas y sin darme cuenta descubrí que repetían algunas palabras de las
frases que mi madre me hizo aprender hasta la saciedad. ¡Entendía lo que esos
hombres decían! -¡Oh mamá!-, dije
besando a mi madre con lágrimas en los ojos, percibí en ese mismo instante que
mi madre había programado ese viaje desde que yo vi la luz por primera vez. Mi
madre sonrío tenuemente, el miedo la tenía entumecida, pero su resolución lo
superaba todo, ¡ya no había vuelta atrás!.
Pasaban las
horas y el cansancio, el hambre y la sed hacían mella en nuestros cuerpos pero
yo estaba tranquila, no sentía la angustia que veía reflejada en los rostros de
los pasajeros de esa espectral travesía.
Tras tres
interminables días de viaje los ánimos estaban exhaustos, de repente un
pasajero divisó tierra, todos comenzaron a ponerse de pie agitados. Los dos
hombres al mando intentaron poner calma pero fue inútil, entre gritos la nave
se volteó a un lado y gran cantidad de agua penetró dentro, el tumulto no
paraba de dar alaridos de pánico y la nave ofreciendo su desenlace final quedó
sin rumbo y sin timón iniciando un lento y pesado viaje hacia los abismos de
las profundidades.
Nosotras caímos
al agua y empezamos a nadar hacia la orilla, mi madre incluso con sus fuerzas
menguadas me dijo -“¡puedes conseguirlo, confía en mí!”- y yo aferrándome a
ella y a todas las veces que había escuchado esa maldita frase que ahora era el
único salvavidas que tenía para lograr alcanzar la orilla, nadé y nadé tirando
de mi madre que me repetía incesantemente que la dejara y que me salvara yo.
Nadé y nadé, no veía, no oía, no sentía nada, ni frío, ni dolor, sólo nadé y
nadé y nadé…, con tal fuerza y tal rabia en esas temibles y oscuras aguas a las
cuales, aunque fuera lo último que hiciera en mi vida, tenía que ganar la
partida.
Ahora todo el
odio que había sentido hacia el río cuando aprendía a nadar se multiplicó de
tal forma que sentí que todo mi ser se rebelaba contra él y no permitiría que
él venciera esta batalla, inesperadamente cuando parecía que no lo conseguiría
sentí algo bajo mis pies, ¡eran rocas!. El mar nos sacudía con fuerza,
intentaba asirme al acantilado pero el balanceo nos golpeaba una y otra vez.
Agotada, exhausta, con una mano sujetaba a mi madre que había perdido el
conocimiento, con la otra intentaba fijarme a una roca en cada ir y venir de
las olas.
Los dedos de mi
mano se quedaban sin yemas y sin uñas, -“confía en mí”- -“confía en mí”- -“confía en mí”-…, esas palabras se iban perdiendo
como un eco en mi mente, quería rendirme y descansar, no podía más.
De repente unas
voces me despertaron de mi momentáneo letargo,-“¡ahí hay dos más!”-. En un
nuevo empujón de las olas noté unos dedos que tocaban los míos extendidos y
rígidos como una tabla, -“vamos muchacha, un intento más”-, gritó la voz
-“confía en mí”-. ¿Qué había dicho ese hombre?..., sentí un latigazo en el
corazón y un nuevo embate de otra ola y emitiendo un grito desgarrador
enfrentándome a Neptuno y a todo su ejército, empujé con todas mis últimas
fuerzas mi cuerpo hacía la roca y sentí mi muñeca apresada por unas garras que
a punto estuvieron de separar mi brazo de mi cuerpo, mientras las fauces del
mar tiraban de mi cuerpo -“¡te tengo!”- fue lo último que oí antes de perder el
sentido.
“Dos
hombres me sujetaban por los brazos, vi a mi madre en el agua, alejándose,
forcejeé con todo mi ardor para deshacerme de esas cadenas humanas que me
asían intentando evitar que me tirase de
nuevo al agua para salvar a mi madre, ¡mamá!, ¡mamá!, vi su cuerpo perderse en
la negrura del mar, grité con todas mis fuerzas pero los gritos no salían de mi
garganta, abatida me dejé caer, cuando mis rodillas se clavaron en el suelo el dolor
me hizo emitir un grito y abrí los ojos, sentí mi cuerpo envuelto en un sudor
frío”
Noté un mullido
colchón bajo mi cuerpo, estaba en una cama de hospital… junto a mi madre,
incliné la cabeza y vi a mi débil madre mirándome con orgullo, -“era sólo una
pesadilla hija”-, dijo.
Apartando las
sábanas que me cubrían intenté incorporarme y balanceándome recorrí con gran
dificultad los pocos pasos que me separaban de la cama de mi madre, echándome a
su lado, la besé con ternura.
Mi madre
buscando las pocas fuerzas que la quedaban me susurró al oído, -ahora hija mía
ya puedes “confía… en ti misma”-.
Las dos nos
unimos en un abrazo y nos quedamos dormidas.
Así fue como
encontré “la estrella” que mi madre, incluso poniendo en peligro su propia vida,
me regaló.
Su historia no
podía quedar en el olvido.
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